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El reconocimiento de deuda se constituye en nuestro derecho como un negocio jurídico, no regulado de forma expresa en nuestro Código Civil, que contiene la obligación de una persona física y/o jurídica configurada como deudora, de cumplir lo contenido en dicho documento, lo cual reconoce y acepta, salvo que de una manera eficaz pueda oponerse al cumplimiento de dicha obligación, alegando y probando que la misma resulta inexistente, nula, anulable o ineficaz por cualquier causa, produciéndose por tanto, una inversión de la carga de la prueba.
De este modo, en un hipotético supuesto respecto a la posible ineficacia de la obligación, corresponde a quien reconoció dicha deuda, destruir la presunción de veracidad y de licitud de la causa del reconocimiento, debiendo ponerse el acento en dicha circunstancia, es decir, en la actividad probatoria de la parte deudora y no, en la de la parte acreedora.
En muchas ocasiones, los Jueces y Tribunales, analizado el reconocimiento de deuda cuya eficacia corresponde juzgar, normalmente suscrito en documento privado y no impugnado por la contraparte, cuestionan la propia voluntad de quien suscribió dicho reconocimiento en prueba de conformidad, atribuyendo las consecuencias desfavorables de la falta de actividad probatoria, consecuencia de la regla de carácter procesal que la doctrina científica y la jurisprudencia ha venido atribuyendo al artículo 1277 del Código Civil -que supone la inversión de la carga de la prueba en beneficio del acreedor, a quien se la exime, en principio de probar la causa que subyace en el reconocimiento de deuda- a quien no incumbe el «onus probandi».